miércoles, 14 de mayo de 2014

Arquímedes González Torres















Tengo un mal presentimiento

Escuché golpes en la puerta pero me negaba a abandonar el sillón en el que miraba la televisión. A la tercera vez, comprendí que habían destrozado la paz de mi estancia solitaria.
Era la esposa de mi amigo.
Se veía tensa.
Cargaba en brazos a su hijo de dos años quien era el diablo personificado.
—Tengo un mal presentimiento —anunció, entrando aún sin decir buenas noches ni pedir permiso.
Se acomodó en una silla soltando al mocoso que comenzó a hacer travesuras y destrozar cuanto había a su paso.
Su esposo había viajado esa mañana a Francia y estaría unas doce horas en vuelo. Iba a unos seminarios sobre administración de empresas. Yo mismo los trasladé en mi vehículo al aeropuerto y me regresé a la ciudad con ella y el niño ogro.
Su cara se desbordaba de angustia. Habló de pequeños golpes en el corazón, jadeos respiratorios y un constante pensamiento negativo que la mantenía nerviosa pero la mayoría de sus problemas eran por el niño regordete que iba y venía por la sala, tomando el teléfono, el control remoto, apagando y encendiendo el televisor, pidiendo agua, tirando el vaso y yo, impaciente, contaba los segundos para que se largaran pues estaba a la mitad de un documental sobre Monet.
Ella insistía en llamar por teléfono a su marido. ¡Las mujeres pueden ser tan tontas!
Le expliqué que no se podía porque estaban en pleno vuelo.
Era mejor esperar.
Para relajarla, comenté riendo:
—Igual, si el aparato cae, te darán cien mil dólares de indemnización.
Fue un mal chiste porque me miró con ojos de buitre.
Cambió de tema.
El niño se tomaba no sé cuántos biberones de leche al día, compraban cuatro bolsas de pañales desechables para una semana, estaba demasiado gordo para su edad, se había vuelto adicto a la Coca Cola y el médico, temiendo se volviera un triglicérico y colesterótico obeso, lo había mandado a dieta. El esposo había comprado un traje muy lindo para el cumpleaños del niño y también le regaló al monstruito una cama en forma de vehículo.
Pero lo que mi amigo decía y que me lo guardaba, era que estaba ahogado por las deudas. No podía vivir oyéndola acusarlo de “avaro” porque se oponía a más gastos. Entre tragos de whisky, me confesaba que su deuda con las tarjetas de crédito ascendía a quince mil dólares.
Yo trataba de no involucrarme, pero una vez le expresé mi rechazo: ¿¡Estás loco!? ¡Te endeudás sólo para satisfacer las rabietas de tu mujer!
Mientras platicaba con ella, el pequeño huracán revolvía, iba y venía sin que yo pudiera tomarlo de los cabellos y sentarlo de una vez para que dejara de joder.
Le dediqué miradas serias, la mamá observó mi rechazo, lo tomó de la cintura y lo colocó en sus piernas.
El niño se agitaba, se retorcía, daba manotazos, la arañó en la cara, la pateó y gritó como perdido en la selva. Ella amenazó con dejarlo sin su Coca Cola de la noche.
¡Pobrecito!
El niño lloró como condenado.
Ella agregó que mi amigo había comprado casa nueva y pronto se mudarían. Que era grande, tres cuartos, uno para ellos, otro para ese demonio y el último para la empleada. Describía una espaciosa cocina, un lindo jardín y una terraza para pasar las tardes.
De pronto, recordó el tema que la había traído.
—No sé qué voy a hacer si le pasa algo...
Traté de consolarla explicándole que según las estadísticas, es más probable morir en un accidente de tránsito que en percances aéreos, y para hacerla olvidar su temor le ofrecí comida. Aceptó y me arrepentí de la invitación, pero ya era tarde.
Preparé unos espaguetis con carne y ensalada.
Comí despacio oyendo el interminable y aburridísimo relato de su diaria vida con el pequeño engendro que no paraba de molestar.
Su plática era como una infinita vomitada.
Guardando mi enojo, miraba a la bola de carne que estaba hipnotizado frente al televisor comiendo o más bien tragando como un cerdo.
Se quedaron tres largas y tortuosas horas.
Ya me sentía cansado.
No soportaba a pequeños ciclones que no pueden ser controlados por sus padres, me hastiaba el monólogo de su fastidiosa vida y que no paraba de hablar como si se hubiera comido un perico.
Pobre mi amigo.
Al fin, se fueron.
Miré una película comenzada. Casi me dormía y cambié a la estación de noticias. Para asombro y horror, hablaban de un accidente aéreo. Un avión se había estrellado cinco minutos antes de aterrizar en el aeropuerto Charles de Gaulle.
Petrificado, escuché los primeros informes.
Según decían, la nave había estallado poco antes de caer y los restos se habían esparcido en una pequeña población en las afueras de París desatando incendios y matando a decenas de moradores.
Calculé las horas.
Había una gran probabilidad que fuera el aparato en el que viajaba mi amigo.
Me sentí mal por mi anterior burla.
—¡Oh, Dios! —solté, tomándome los cabellos.
Había un dato importante: presentaban el número del vuelo.
Llamé a las oficinas de la compañía pero dijeron no tener información. ¡Pero si está en las noticias!, les grité, sin embargo no obtuve más datos.
Pidieron que me calmara y aguardara a que se aclararan las versiones. ¡Pero es mi amigo!, insistí.
En mi cabeza bailaba la terrible danza del remordimiento por el comentario fúnebre que yo había hecho y me imaginaba los reproches que me haría su esposa.
Esperé unas horas y la mujer apareció, esta vez sin el niño que lo había dejado donde sus padres.
Lloraba.
Su cara estaba desfigurada por el dolor de la terrible noticia.
La abracé, sentí su pecho jadeando y me entraron unas horribles ganas de besarla y hacerle el amor.
La culpa embargó mi corazón y también lloré.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó convencida que su marido y mi mejor amigo estaba muerto.
Traté de aliviarla, pero no almacenaba palabras para esto.
Contó que hacía poco la habían llamado de la aerolínea para comunicarle que el avión en el que viajaba su esposo estaba “desaparecido”.
Fuimos al aeropuerto en mi automóvil y en el camino, ella me preguntó quejumbrosa:
—¿Cuánto dinero dijiste que daban?...