Daisy Zamora

Poemas de Daisy Zamora

Amigas/Hermanas
A Marta Zamora Llanes

Nada sucedió como lo habíamos previsto.
Pero estábamos recién llegadas a la vida
como a una gran ciudad.
Aturdidas por el bullicio de la multitud.
(Éramos como garzas a la vera de un río.
Heliotropos radiantes en la primera lluvia.
Un campo de algodón bañado por la luna.)
¿Cuándo fue que la Muerte empezó a visitarnos?
¿En qué momento, a cada una
por fin, nos alcanzó el desastre?
¿Cómo sobrevivimos a la devastación?
No lo sabemos.  Cada quién hizo lo que pudo.
En la tierra arrasada quedaron los escombros
que hemos dejado atrás.
Pero a veces, sin quererlo, de pronto recordamos
que alguna vez las ruinas fueron antiguos reinos.
—Espejismos de reinos para el alma desierta.


Granizo
A mis hijos

Si ya no los tengo, si ahora
sólo sombras abrazo,
y en mi tímpano aún vibra
el rumor de sus risas
y el bullicio de sus voces
y carreras
lanzándose los pedruscos
congelados
como si fueran motas
de algodón,
¿a qué vienes, granizo,
desde el cielo?
¿a desgranar más hielo
sobre el hielo?


Definición del amor
Laberintos
poblados de fantasmas
Y estancias
por donde a veces
entra el sol.


Promenade
Christina ofrece flores tan mustias como ella.
Jóvenes arrogantes, muchachas insolentes y bellas,
parejas que pasean con sus hijos, damas distinguidas,
hombres de negocios y ejecutivos mirando constantemente
sus relojes, pasan indiferentes.
Christina fue actriz, cantó en musicales de Hollywood,
actuó en Londres un tiempo, viajó por Inglaterra,
conoció a Ghandi, fue su discípula,
regresó a California…
Le has comprado el ajado crisantemo que me diste.
Sólo nosotros, George, pudimos verla.
Ella es invisible.  Un espectro que esculca
entre los basureros de Los Ángeles.


Día de las Madres
A mi hija e hijos

No dudo que les hubiera gustado tener
una linda mamá de anuncio comercial:
con marido adorable y niños felices.
Siempre aparece risueña —y si algún día llora—
lo hace una vez apagados reflectores y cámaras
y con el rostro limpio de maquillaje.
Pero ya que nacieron de mí, debo decirles:
Desde que era pequeña como ustedes
ansiaba ser yo misma —y para una mujer eso es difícil—
(Hasta mi Ángel Guardián renunció a cuidarme
cuando lo supo).
No puedo asegurarles que conozco bien el rumbo.
Muchas veces me equivoco,
y mi vida más bien ha sido como una dolorosa travesía
vadeando escollos, sorteando tempestades,
desoyendo fantasmales sirenas que me invitan al pasado,
sin brújula ni bitácora adecuadas
que me indiquen la ruta.
Pero avanzo. Avanzo aferrada a la esperanza
de algún puerto lejano
al que ustedes, hijos míos —estoy segura—
arribarán una mañana
—después de consumado
mi naufragio.


Old Book Binders Restaurant, Filadelfia
A Alexander Taylor

I
Observo la animación
en el comedor atestado:
Todos conversan, ríen, ordenan
platos y postres exquisitos
mostrados como gardenias salvajes, heliotropos
y orquídeas carnívoras, en bandejas de plata.
Los meseros retiran los platos
con abundantes sobras,
postres apenas tocados por la cucharita
y apartados de la boca.
Eso es natural aquí.
En mi mesa solitaria
bebo cerveza
y devoro ostras frescas de New Jersey
sin entender nada.

II
Cuatro ancianas comparten una mesa
y brindan con voces apagadas
levantando sus copas temblorosas.
Después de la tercera ronda de martinis,
son cuatro muchachas bromistas y parlanchinas
que se yerguen airosas sobre sus propios cadáveres.

III
En Filadelfia está Old Book Binders.
Y en Old Book Binders estoy yo,
contemplando
el despilfarro.


Celebración del cuerpo
Amo este cuerpo mío que ha vivido la vida,
su contorno de ánfora, su suavidad de agua,
el borbotón de cabellos que corona mi cráneo,
la copa de cristal del rostro, su delicada base
que asciende pulcra desde hombros y clavículas.
Amo mi espalda pringada de luceros apagados,
mis colinas translúcidas, manantiales del pecho
que dan el primer sustento de la especie.
Salientes del costillar, móvil cintura,
vasija colmada y tibia de mi vientre.
Amo la curva lunar de mis caderas
modeladas por alternas gestaciones,
la vasta redondez de ola de mis glúteos
y mis piernas y pies, cimiento y sostén del templo.
Amo el puñado de pétalos oscuros, el oculto vellón
que guarda el misterioso umbral del paraíso,
la húmeda oquedad donde la sangre fluye
y brota el agua viva.
Este cuerpo mío doliente que se enferma,
que supura, que tose, que transpira,
secreta humores y heces y saliva,
y se fatiga, se agota, se marchita.
Cuerpo vivo, eslabón que asegura
la cadena infinita de cuerpos sucesivos.
Amo este cuerpo hecho con el lodo más puro:
semilla, raíz, savia, flor y fruto.


Senior Special en el Tennessee Grill
Aquí recalan
como cargueros sarrosos
en esta cafetería, comidería,
último puerto.
Bajo una luz de morgue
(los tubos fluorescentes)
se cruzan por las esquinas de las conversaciones
palabras checas, rusas, polacas,
con los nombres de unas calles,
las señas de una ciudad,
de una aldea, una plaza, una iglesita,
una casa perdida en un trigal.
Quién estaba en el muelle cuando el barco zarpó,
cómo era aquella novia que se cansó de esperar,
qué pasó con la madre, el padre, los hermanos
que hace tanto dejaron,
que ya ni se acuerdan
hasta que vuelven al frío de la calle,
al tranvía que traquetea en la parada,
a sus departamentos de jubilados,
a sus pensiones,
a sus cuartos alquilados,
a la niebla
que a un paso de la muerte los espera
no saben cuándo ni dónde.


Streetcar, San Francisco
El negro agita un tarro vacío de potato chips
suplicando monedas,
otro, busca conversación desde su silla de ruedas:
Patrick, me llamo Patrick.
Y yo Mary, dice la pobre muchacha gorda y colochona.
La china carga resignada su bolsa de cebollas,
el viejo filósofo ensimismado en Kant,
un gay rapado con aretes y gafas azules,
la secretaria feliz, amapola marchita,
premiada por sus treinta años de servicio al banco
con un anillo barato y unas flores.
La joven ejecutiva que la observa con sorna,
el burócrata cansado que dormita…
Cada quién con su alma a la deriva
en este viaje sin rumbo
que de pronto termina.


Qué manos a través de mis manos
Las anchas manos pecosas y morenas de mi abuelo
con igual destreza vendaban una herida,
cortaban gardenias
o me suspendían en el aire feliz de la infancia.
Las manos de mi abuela paterna
artríticas ya cerca de su muerte,
una vez fueron frágiles manos, filigrana de plata,
argolla de matrimonio en el anular izquierdo;
pitillera y traguito de scotch o de vino jerez
en atardeceres de blancas celosías
y pisos de madera olorosos a cera,
recostada en su chaise-longue leyendo trágicas historias
de heroínas anémicas o tísicas.
Mi padre siempre cuidó la transparencia de sus manos
delicadas como ala de querube
hechas para lucirlas
con violín o batuta.
Mi madre heredó las manos de mi abuelo Arturo,
pequeñas y nudosas, con dedos romos.
De tantas manos que se han venido juntando
saqué estas manos.
¿De quién tengo las uñas, los dedos,
los nudillos, las palmas, las frágiles muñecas?
Cuando acaricio tu espalda,
las óseas salientes de tus pies
tus largas piernas sólidas,
¿Qué manos a través de mis manos
te acarician?


Nerudiana otoñal
Del brazo de su marido
que comparte
no sabe con cuántas más,
pero, en fin, su marido.
Ella lo quiso, a veces
él también la quería.
Procura recordarlo
como ella lo conoció,
antes de que se volviera
el que sería después.
Ya no lo quiere, es cierto,
pero tal vez lo quiere.
¡Si al menos por un instante
pudiera ser la que era
cuando él la enamoró!
Es tan corto el amor,
y es tan largo el olvido.
Pero frena el intento.
Sabe que si se atreviera,
todo lo perdería, todo.
Eso es todo.  A lo lejos alguien canta.  A lo lejos.