Franklin Caldera

Poeta, ensayista, traductor y crítico de cine. Nació en Managua en 1949. Es abogado.
En 1968 publicó en La Prensa Literaria sus primeros poemas, críticas literarias y de cine y traducciones de poesía en lengua inglesa. Su primera lectura de poesía la dio al lado de Leonel Rugama.
Fue uno de los asiduos de la cafeteria La India, el emblemático sitio de reunión de los poetas y pintores de la Generación del 60.
Guarda un libro de poesía a la espera de publicación. Co-edita, con Ligia Guillén, la revista "Poesía peregrina".
Reside en los Estados Unidos.

“COMEUPPANCE”
Abatido por el bochorno de esta tarde floridana
-junto a una máquina expendedora de periódicos-
pienso en lo rápido que pasó la vida.
Niños de tez morena juegan hablando inglés
como si lo llevaran en la sangre.

Veo al niño insoportable que fui
caminando, arisco, con pantalones cortos,
en las aceras de la Vieja Managua
rumbo a la escuelita de las Salvatierra
(con sus inmensas puertas de cristal y antiguos pupitres de madera).
Tantos sueños idos con tantos despertares:
los vientos del Este... los vientos del Oeste...
No fui el poeta bohemio que debía morir
arrastrado en el barrio más sórdido de algún pueblito de Nicaragua 
(con los bolsillos llenos de poemas);
ni el ejecutivo de carácter ridículamente explosivo,
correteando por la inmensa bóveda acorazada
en que habría convertido su vida.
Tuve descendencia, publiqué un libro.
Pero nunca sembré un árbol.
Amores imposibles revolotean en mi cabeza:
Los que murieron matando bajo el sol del verano
y los que se extinguen lentamente a la llegada del invierno,
entretejidos con vivencias de amores consumados:
Unos demasiado breves, otros demasiado prolongados.
¡Pensar que terminaría en el exilio
pegado a una computadora que hace ruido;
mi sombra convertida en un perro cocker/cow-chow 
en cuya vejez huraña y solitaria vislumbro mi propio destino!
Quizá llegó el momento de capitular ante lo inexorable;
y apreciar el sol por los visillos,
las miradas que aún sonríen,
los libros tantas veces leídos,
las viejas películas tantas veces vistas;
el trabajo que aguarda...la mesa servida...
Mientras el pasado se desvance por la humedad,
como un fresco que a nadie le interesa restaurar.


RETRATO DE UNA MADRE CON SU HIJO
           
Por esa tu muerte repentina, prematura, temida, inesperada,
yo que recuerdo tantas voces, tantos rostros ...
no puedo visualizar tus facciones ni evocar tu voz.
Fue necesario olvidarlo todo  para conjurar el dolor
de esa «muerte por asfixia» (según el parte médico)
ocurrida en familia durante un vuelo Managua-Miami.
Naciste (Elvira) en el estado de Pennsylvania en los años 20;
de ascendencia asturiana (con ancestros en Cangas de Tineo,
hoy Cangas de Narcea).
La Gran Depresión económica del 29, obligó a mi abuela
Mercedes ─madrileña, criada en Estados Unidos─
a emigrar con sus cinco hijos a la Habana,
donde la menor falleció y transcurrió parte de tu niñez (Virita).
Trabajando en el Despacho de Servicio a Pasajeros
en el Aeropuerto Internacional de Miami (Vira)
conociste a mi padre.
(La muerte de tu novio, piloto, en un accidente aéreo,
te había hecho renunciar a tu puesto de aeromoza de PanAm
y aborrecer los aviones... los despegues... los aterrizajes).
Con cierta nostalgia habrás recordado siempre
los primeros años de matrimonio en Manhattan (la Vera),
cuando mi padre todavía era tu «Tyrone Power»,
y el aterrizaje definitivo en la Managua de la Doña Vera;
aquella ciudad asoleada y polvorienta donde nací a mitad del siglo.
(Dos años antes que mi hermana Yvonne,
así llamada en honor a Yvonne de Carlo).
Después ...tu soledad; la inadaptación, el aislamiento.
El puño del páter familias dominante; sus celos patológicos
(difícil vislumbrar en aquel «Big Daddy» al joven que
componía coplas e imitaba a Chevalier).
De niño te acompañaba a todas partes
(«ojos y oídos» inconsciente de mi padre):
a la tienda de conservas de Juan Wong, a la Farmacia San Antonio
de mis tíos Petronio y Mary
(en quienes siempre encontraste apoyo y comprensión).
Largas horas esperándote en antesalas de consultorios y
salones de belleza; releyendo Écran, Cinelandia.
Velándote durante tus prolongadas enfermedades,
dibujando; sumergido en el tomo empastado de Los Miserables o
devorando historietas mexicanas: Vidas Ejemplares, Vidas Ilustres...
Luego llegó la bonanza económica: la casa en Los Robles,
el Garden Club. Pero con ella, el miedo a perderlo todo;
al comunismo, a tener que ir a «lavar platos a Miami».
(Exilio que llegaría pero que la muerte no te dejó ver).
Y el eterno refugio: el cine.
Las salas olorosas a esa mezcla entrañable
de rosetas, humo de cigarrillos y aire acondicionado.
El cine que nos hacía sentir en casa en todas partes.
Me transmitiste las fobias, las depresiones
(la sensación de vivir bajo una espada de Damocles); pero también
el amor al Hollywood en Technicolor y blanco y negro.
A Fra Angélico, al Quattrocento, al Caravaggio y a Van Gogh. 
A la música de los elepés: «Abril en Portugal», Perry Como;
el Concierto de Varsovia, la polonesa de Chopín, la Rapsodia Húngara.
(De mi padre heredé lo telúrico: la formación académica,
la adicción al trabajo, la dipsomanía, la proclividad al amor profano;
junto con la pasión por Darío y los tangos de Gardel).
Los domingos, las campanas evocaban lo ignoto:
El tercer misterio, el pecado mortal, el otro mundo.
El rezo del rosario. La misa de doce en Catedral.
Los pordioseros en el atrio.
Los desfiles, las procesiones, los entierros...

15 años tenía la última vez que hablamos.
¡Yo que recuerdo tantas voces, tantos rostros ...!